sábado, 30 de abril de 2011

Máscaras . Ernesto Sábato





Persona quiere decir máscara y cada uno de nosotros tiene muchas.


¿Hay realmente una verdadera que pueda expresar la compleja, ambigua y contradictoria condición humana?.






Siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizás hasta sagrado y, a la vez, horrendo y vergonzoso.






Siempre llevamos una máscara, que nunca es la misma, sino, cambia para cada uno de los lugares que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del héroe, la del hermano cariñoso.






Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie nos observa, nos controla,


nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca?.






Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está, entonces, frente a la Divinidad o, por lo menos, ante su propia e implacable conciencia.






¡Cuántas lágrimas hay detrás de la máscara!






¡Cuánto más podría el hombre llegar al encuentro con el otro hombre si nos acercáramos los unos a los otros como necesitados que somos, en lugar de figurarnos fuertes!.






Si dejáramos de mostrarnos autosuficientes y nos atreviéramos a reconocer la gran necesidad del otro que tenemos para seguir viviendo, como muertos de sed que somos en verdad ¡cuánto mal podría ser evitado!.


Ernesto Sabato
24 de Junio de 1911- 30 de Abril de 2011

II. Los rostros invisibles (parte XX)












Pasaron varios días, hasta que Martín, desesperado, marcó el número de la boutique ; pero cuando oyó la voz de Wanda no tuvo valor para contestar y colgó. Esperó tres días y volvió a llamar. Era ella.


-- ¿Por qué te extrañás? --respondió Alejandra--. Habíamos quedado, me parece, en no vernos más.


Hubo una confusa conversación, frases un poco incomprensibles de Martín, hasta que Alejandra le prometió ir al bar de Charcas y Esmeralda. Pero no fue.


Después de más de una hora de espera, Martín decidió ir hasta el taller.


La puerta de la boutique estaba entreabierta y, desde la oscuridad, a la luz de una lámpara baja, vio sentado y solitario a Quique, de perfil. No había nadie en la sala y Quique estaba encorvado, mirando hacia el suelo, como concentrado en alguna meditación. Martín permaneció sin saber qué actitud tomar. Era evidente que ni Wanda ni Alejandra estaban en la otra sala, porque se oirían conversaciones y todo estaba en silencio. Pero también era evidente que estaban en la salita de pruebas que Wanda tenía en la parte trasera del departamento, arriba, a la que se llegaba por una escalerita; porque si no era inexplicable la presencia de Quique y la puerta abierta.


Pero no se decidía a entrar: algo se lo impedía en aquella actitud ensimismada y solitaria de Quique. Tal vez por la misma actitud agobiada, creyó notarlo como envejecido, con una profundidad de expresión que no le había notado antes. Sin saber bien por qué, de pronto sintió pena por aquel individuo solitario. Durante muchos años lo iba a recordar así, y trataría de comprender si aquella piedad, aquel ambiguo sentimiento de pena lo había sentido en aquel mismo momento o años después. Y recordó algo que le había dicho Bruno: que siempre es terrible ver a un hombre que se cree absolutamente solo, pues hay en él algo trágico, quizás hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre --decía-- llevamos una máscara, una máscara que nunca es la misma si no que cambia para cada uno de los papeles que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del marido engañado, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero, ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia. Y tal vez nadie perdone el ser sorprendido en esa última y esencial desnudez de su rostro, la más terrible y la más esencial de las desnudeces, porque muestra el alma sin defensa. Y tanto más terrible y vergonzosa en un comediante como Quique, de modo que (pensaba Martín) era lógico que despertara más compasión que un inocente, o un simple. Motivo por el cual, cuando por fin Martín se decidió a entrar, se retiró sigilosamente y volvió a avanzar golpeando sus tacos en el pasillo que llevaba hasta la boutique . Y entonces, con la rapidez de los comediantes, Quique adoptó ante Martín la máscara de la perversidad, del falso candor y de la curiosidad (¿qué podría tener aquel muchacho con Alejandra?). Y su sonrisa cínica barrió con el proyecto de piedad que se había insinuado en Martín.


Martín, que se sentía torpe delante de extraños, en presencia de Quique no sabía ni cómo sentarse, porque tenía la convicción de que él observaba todo y lo guardaba luego en su perversa memoria: quién sabe dónde y cómo se reirían más tarde con su aspecto y con sus sufrimientos. Los gestos teatrales de Quique, sus deliberadas cursilerías, su doblez, sus frases brillantes, todo contribuiría a que se sintiese como un bicho debajo de la lupa de un sabio irónicamente sádico.


-- ¿Sabés que me recordás a una de esas figuras del Greco? --le dijo, en cuanto lo vió.


Frase que, como era natural tratándose de Quique, podía ser interpretada como un elogio o como una grotesca instantánea. Era famoso por los presuntos elogios que escribía en sus crónicas, que en rigor eran retorcidas y envenenadas críticas: "jamás condesciende a emplear metáforas profundas", "en ningún momento cae en la tentación de ser distinguido", "no teme enfrentarse con el aburrimiento del espectador".


Arrinconado, callado, Martín, como en la anterior visita, se había sentado sobre el alto banco de dibujo y se encogía instintivamente, como en la guerra, para ofrecer el mínimo de superficie visible. Felizmente, Quique empezó a hablar de Alejandra.


-- Están en la piecita de prueba, con Wanda y con la condesa Téleki, née Iturrería, vulgo Marita.


Y mirándolo con cuidadosa intensidad, le dijo:


-- ¿Hace mucho que conocés a Alejandra?


-- Unos meses --respondió Martín, poniéndose rojo.


Quique se acercó con su silla y hablando en voz baja, dijo:


-- Te diré que yo ADORO a los Olmos. Empezando por el solo hecho de vivir en Barracas ya hay motivo suficiente para que la haute se muera de risa y para que mi prima Lala sufra del hígado y tenga ataques de histeria, cada vez que alguien descubre que entre nosotros y los Olmos hay un remoto parentesco. Porque, como me decía la vez pasada, furiosa: ¿Me querés decir quién, pero QUIÉN, vive en Barracas? Y yo, claro, la tranquilicé contestándole que allí no vive NADIE, fuera de unos cuatrocientos mil grasitas y otros tantos perros, gatos, canarios y gallinas. Y agregué que esa gente (los Olmos) nunca nos darían un disgusto demasiado visible, pues el viejo don Pancho vive en una silla de ruedas, no ve ni oye nada fuera de la Legión de Lavalle, y es muy difícil imaginar que un buen día salga a hacer visitas en el Barrio Norte o declaraciones en los diarios sobre Pocho; la vieja Escolástica, aunque loca, ya se murió; el tío Bebe, aunque loco, vive recluido, como se dice, en sus habitaciones y muy interesado en sus estudios de clarinete; la tía Teresa, aunque loca, también y felizmente ha muerto, y al fin de todo, pobre querida, siempre se la pasó en la iglesia y en los entierros, de modo que nunca tuvo tiempo para fastidiar a nadie en la parte honorable de la ciudad, ya que era devota de Santa Lucía y prácticamente no pasó nunca la colour line , ni siquiera para visitar a un párroco, para averiguar la marcha de la enfermedad de algún presbítero o la real situación del cáncer de un arzobispo. Quedaban (le dije a Lala) Fernando y Alejandra. ¡Otros dos locos!, gritó mi prima. Y Manucho, que estaba presente, meneando la cabeza y levantando los ojos al cielo, exclamó "como dicen en Phèdre. O, déplorable race! " La verdad es que Lala, salvo cuando se trata de los Olmos, es bastante tranquila. Porque para ella el mundo resulta de la lucha entre Opio y Monada. Monada sin acento: no confundir con la otra palabra filosófica.






Ejemplos:


-- ¡Qué opio de novela!


-- ¡Mirá, perdoname, pero lo que tengo que contarte es un opio!


-- La pintura de Clorindo es un opio.


-- Qué opio que ahora hay chusma hasta en la calle Santa Fe (a propósito de peronistas).






Ejemplos de Monada:


-- Qué monada el último cuento de Monique en La Nación .


-- Qué monada esa vista de Michèle Morgan.






-- El mundo se divide en Opio y Monada. La Lucha Eterna y nunca definida entre esas dos potencias dan todas las alternativas de la realidad. Cuando predomina Opio, es cosa de morirse: modas horrendas o cursis, novelas complicadas y teológicas, conferencias de Capdevila o Larreta en Amigos del Libro a las que uno se ve obligado a concurrir porque si no Albertito se ofende, gente que se muere de hambre y quiere Estatutos (cuando no se les da por gobernar), visitas que llegan a horas absurdas, parientes ricos que no mueren ("¡Qué opio Marcelo, que es eterno y con las héctareas que tiene!"). Cuando predomina Monada, las cosas se ponen divertidas (otra palabra del vocabulario básico de Lala) o por lo menos soportables, che: un muchacho que se le ha dado por escribir, pero al menos no ha dejado de jugar al polo ni se ha hecho amigo de gente con apellidos raros como Ferro o Cerrentani; una novela de Graham Greene que trata de espías o ruletas; un coronel que no se propone conquistar a las masas, un presidente de la república que es bien y va al hipódromo. Pero no siempre las cosas son tan nítidas, porque, como te digo, hay una lucha permanente entre las dos fuerzas, así que a veces la realidad es más rica y resulta que de pronto Larreta dijo un chiste (bajo la misteriosa presión de Monada) o, al revés, como Wanda, que es una monada de modista, pero cuando se le da por seguir las payasadas americanas, che, es un opio. Y, en fin, antes el mundo estaba bastante divertido pero en los últimos tiempos, con los peronistas, hay que reconocer que se ha vuelto casi totalmente Opio. Ésa es la filosofía de mi prima Lala. Como ves, una especie de cruza de Anaximandro con Schiaperelli y Porfirio Rubirosa. Burdísimo.


En ese momento se oyeron las voces de Wanda y la clienta que se acercaban. Aparecieron en la sala y detrás de ellas, un poco retardada, también entró Alejandra. Su cara no pareció demostrar sorpresa por la presencia de Martín, pero esa misma impasibilidad le revelaba a Martín, que tan bien la conocía, una gran irritación contenida. En aquel absurdo ambiente, contestando a su saludo con la misma cordialidad superficial con que podría saludar a un conocido cualquiera, sin tomarse el trabajo de apartarse un segundo para explicarle su inasistencia a la cita, con el aire de frivolidad que asumía delante de Wanda y de Quique, Alejandra parecía pertenecer a una raza que no hablaba el mismo lenguaje que Martín y que ni siquiera sería capaz de comprender a la otra Alejandra.


La clienta venía parloteando sin interrupción con Wanda sobre la necesidad impostergable de matar a Perón.


-- Habría que matar a toda la negrada --decía--. Ya las personas decentes no podemos ni andar por las calles.


Una serie de sentimientos confusos y contradictorios entristecieron a Martín aún más.


-- Yo les digo --prosiguió la mujer, después de besarse con Quique en la mejilla-- que se viene el comunismo. Pero yo lo tengo ya pensado: si se viene el comunismo, me voy a la estancia y se acabó.


Y mientras aceptaba distraídamente la presentación de Martín, Quique, por encima de su hombro la miraba con cara de regocijo a Alejandra, porque, como dijo después, "¿cómo nadie puede inventar una frase como ésa?"


Martín observaba a Alejandra luchando por hacerlo con una cara indiferente; pero su rostro, como independiente ya de su voluntad, iba adquiriendo los inevitables y siempre desagradables indicios del reproche, el sufrimiento y la interrogación.


-- ¿Sabés, Marita --le dijo Quique a la clienta--, que se ha comprobado que el tipo no se llama Perón si no Perone?


-- ¡Qué me decís! --comentó la mujer con enorme interés.


-- Ni más ni menos: el individuo se llama Perone.


Apenas se fue Marita, Quique desarrolló su teoría:


-- Si en este país vos te llamás Vignaux, aunque tu abuelo haya sido carnicero en Bayona o en Biarritz, sos bien. Pero si sobrellevás la desgracia de llamarte De Ruggiero, aunque tu viejo haya sido un profesor de filosofía en Nápoles, estás refundido, viejito: nunca dejarás de ser una especie de verdulero. Este asunto de los apellidos hay que estudiarlo con mucho cuidado --prosiguió, mientras Wanda y Alejandra empezaban a reírse--. Porque con la cosa de las cruzas y la emigración el país está expuesto a Grandes Peligros. Ahí tenés el caso de Muzzio Echandía. Un día María Luisa se vió obligada a decirle:


-- ¡Callate, vos, que ni con dos apellidos hacés uno solo!


-- Y tiene razón, qué diablos. Si al menos el segundo apellido hubiese sido Ibarguren o Álzaga. En fin, cualquier vasco de pro. Pero ahora el barro está hecho y como yo le dije un día a Juan Carlitos:


-- Te equivocaste de vasco, viejito. Acá, queridas, hay que andar con pies de plomo, porque donde menos se piensa salta la liebre. Y si no, miren lo que le pasó a Jeannette, que se peleó con el Negro y el Negro le mandó una carta. Y Jeannette, que ya tenía unas copas, se me vino encima en la Biela Fundida y me dijo:


-- ¡El hijo de puta! Porque vos sabrás (miró a los costados) que a mí me falla el cuarto apellido.


-- Sans blague --comenté.


Entonces me mostró el sobre, con el inicuo chiste del Negro, destinado, qué duda cabe, a los mucamos. La carta dirigida, en efecto, a Jeannette Álzaga Basavilbaso Álzaga ¡y caete de espaldas!... ¡Murature! ¿Te imaginás, Alejandra? Un gringo marinero que lo nombraron comandante de la Flota de Buenos Aires en la guerra contra la Confederación. Algo así como Mariscal del Ejército de San Marino. ¿Realizás? L'Amiraglio, cara mía! Comprendé ahora el drama de Jeannette. Es cierto que tiene un par de Álzaga. Pero si al menos fuera "Álzaga y". Pero no: un Basavilbaso y un Murature. Y si por lo menos uno de los dos fuera una avenida. Pero no: una calle de treinta centímetros de largo. ¡Burdísimo! Mi teoría es que si tenés un pellido grasa tenés que defenderte como gato panza arriba, che. Imaginate que soportás la desgracia de llamarte Pedro Mastronicola. Bueno, no, eso es demasiado, eso no tiene defensa, mismo en la clase media. Digamos que te llamas Pedro Marolda. ¿Qué podés hacer? Tenés que luchar a muerte y, sin embargo, ésa es otra de las bromas del asunto: con suma cautela. De la mesure avant toute chose! Porque no es cosa que por llamarte Marolda te precipités como un hambriento sobre un Uriburu. ¡Cómo podrías llamarte Pedro Marolda Uriburu? Todo un mundo te tomaría por un farsante, por un estafador profesional, por un déguisé . Tampoco podrías reemplazar al Uriburu con dos apellidos menores, como podrían ser Moyano y Navarro. Comprenderás que Pedro Marolda Moyano Navarro es una payasada, una especie de cordobés de corso. En esos casos es preferible elegir un solo apellido y no demasiado estruendoso: Pedro Marolda Moyano. Me dirán ustedes que no resulta tan importante. De acuerdo, pero al menos that works . Les diré que en caso de apuro, nada mejor que recurrir a las calles. En un tiempo, con el Grillo lo enloquecíamos a Sayús, que es un snob, diciéndole que le íbamos a presentar a Martita Olleros, a la Beba Posadas, a Titina Azcuénaga. Los subtes, les doy el dato, son un verdadero filón. Tomen, por ejemplo, la línea a Palermo, que no es de las mejores. Sin embargo funciona casi desde la salida: Chuchi Pellegrini (medio sospechoso, pero así y todo da cierto golpe, porque al fin el gringo fue presidente), Mecha Pueyrredón, Tota Agüero, Enriqueta Bulnes. ¿Realizan?




Sobre Héroes y Tumbas. Ernesto Sábato.

domingo, 3 de abril de 2011

25/1271917 - 03/04/1979


MI PADRE






Rostro de asceta en que el dolor se advierte


Como el frío en el disco de la Luna,


Mirada en que al amor del bien se aduna


La firme voluntad del hombre fuerte.






Tuvo el alma más triste que la muerte


Sin que sufriera alteración alguna,


Ya al sentir el favor de la fortuna,


Ya los rigores de la adversa suerte.






Abrasado de férvido idealismo,


Despojada de sombras la conciencia,


Sordo del mundo a las confusas voces,






En la corriente azul del misticismo


Logró apagar, al fin de la existencia,


Su sed ardiente de inmortales goces.










Julián del Casal